Arranca el año con una Cali en la tarea de reencontrarse a sí misma. Romería de gente alegre en las calles, en los andenes, en los parques, caminando, mirando, sintiendo, ocupando espacios. La ciudad convertida en un territorio de encuentro, de convergencia, como si se desvanecieran las barreras y las distancias, hasta ayer no más infranqueables, dejándole el espacio libre al sentimiento de que la ciudad es finalmente de todos. Una ciudad sin espacios vedados ni guetos excluyentes. La Feria, desde el espacio público y de la mano de la música, especialmente de la salsa, le dio voz y cuerpo a esa necesidad ciudadana que despierta. Fue el vaso comunicante, el canal de comunicación, de integración de una ciudad polarizada de tiempo atrás en su cotidianidad, en su realidad social.
En el Salsódromo que abrió la Feria, expresaron su destreza y su vitalidad gozosa 1.200 muchachos de los barrios populares de Cali, que han hecho de la salsa un nuevo lenguaje. Fue una maratón de grupos juveniles, innovadores en su forma de bailar, de sentir y vivir la música, creativos en vestuarios y coreografías. Expresan la madurez de una identidad que nace en las más de 400 escuelas de salsa que han surgido espontáneamente en las barriadas urbanas. El desfile salsero es el hijo de dos generaciones de caleños bailando sin pausa, como una forma de resistencia a las tensiones de una cotidianidad dura, al deterioro generalizado, a la violencia y la depresión que han asolado la ciudad. Es otra Cali la que baila, una Cali viva que no da el brazo a torcer ni ante la peor adversidad.
Hace más de 40 años negros, blancos, mestizos, emigrantes y raizales se reunían en Juanchito, en el Abuelo Pachanguero, en Jonka Monka, a hacerle eco a una corriente musical que llegaba desde Nueva York y Puerto Rico con los L.P de Richie Ray, Willie Colón, Hector Lavoe, La Fania y Celia Cruz, que desembarcaban en Buenaventura y se caleñizaba en las casetas de la Feria de Cali. Una efervescencia que recrearon plásticamente en los años 70, María Paz Jaramillo, Pedro Alcántara Herrán, Óscar Muñoz, Ever Astudillo, Fernell Franco. Andrés Caicedo, quien con su novela ¡Que viva la música! en la que adolescentes “burguesitos del Nortecito y el Oeste” irrumpían en el mundo prohibido de la salsa, anticipó esa fractura social que con los años tomó la forma de una crisis dramática, de la que ojalá estemos saliendo y que al parecer la música y el baile llegado de ese mundo antes prohibido, ayudan a sanar.
La salsa como fenómeno cultural y social florece masivamente en los cuatro costados de Cali. Enlaza las dos orillas de una sociedad dividida, tal como se ve en expresiones como Delirio, un espectáculo total –música, baile, circo- de calidad, estético y vital, donde el público, síntesis social de la ciudad deja de ser simple espectador y se funde con bailarines y músicos alrededor de la fiesta. La fiesta como reinvención de una identidad perdida, capaz de reconstruir puentes rotos y curar heridas. Es el triunfo de la fiesta donde fracasaron los discursos y los políticos. El triunfo de la alegría. Esa alegría que finalmente nos remite a la ciudad soñada.
En el Salsódromo que abrió la Feria, expresaron su destreza y su vitalidad gozosa 1.200 muchachos de los barrios populares de Cali, que han hecho de la salsa un nuevo lenguaje. Fue una maratón de grupos juveniles, innovadores en su forma de bailar, de sentir y vivir la música, creativos en vestuarios y coreografías. Expresan la madurez de una identidad que nace en las más de 400 escuelas de salsa que han surgido espontáneamente en las barriadas urbanas. El desfile salsero es el hijo de dos generaciones de caleños bailando sin pausa, como una forma de resistencia a las tensiones de una cotidianidad dura, al deterioro generalizado, a la violencia y la depresión que han asolado la ciudad. Es otra Cali la que baila, una Cali viva que no da el brazo a torcer ni ante la peor adversidad.
Hace más de 40 años negros, blancos, mestizos, emigrantes y raizales se reunían en Juanchito, en el Abuelo Pachanguero, en Jonka Monka, a hacerle eco a una corriente musical que llegaba desde Nueva York y Puerto Rico con los L.P de Richie Ray, Willie Colón, Hector Lavoe, La Fania y Celia Cruz, que desembarcaban en Buenaventura y se caleñizaba en las casetas de la Feria de Cali. Una efervescencia que recrearon plásticamente en los años 70, María Paz Jaramillo, Pedro Alcántara Herrán, Óscar Muñoz, Ever Astudillo, Fernell Franco. Andrés Caicedo, quien con su novela ¡Que viva la música! en la que adolescentes “burguesitos del Nortecito y el Oeste” irrumpían en el mundo prohibido de la salsa, anticipó esa fractura social que con los años tomó la forma de una crisis dramática, de la que ojalá estemos saliendo y que al parecer la música y el baile llegado de ese mundo antes prohibido, ayudan a sanar.
La salsa como fenómeno cultural y social florece masivamente en los cuatro costados de Cali. Enlaza las dos orillas de una sociedad dividida, tal como se ve en expresiones como Delirio, un espectáculo total –música, baile, circo- de calidad, estético y vital, donde el público, síntesis social de la ciudad deja de ser simple espectador y se funde con bailarines y músicos alrededor de la fiesta. La fiesta como reinvención de una identidad perdida, capaz de reconstruir puentes rotos y curar heridas. Es el triunfo de la fiesta donde fracasaron los discursos y los políticos. El triunfo de la alegría. Esa alegría que finalmente nos remite a la ciudad soñada.
No hay comentarios:
Publicar un comentario