jueves, 21 de enero de 2010

La casa de nadie



El paraíso que fuimos. El 25 de junio de 2006 se llevó a cabo un extraño referéndum: el pueblo colombiano de Aracataca -donde nació Gabriel García Márquez- fue consultado en urnas si quería cambiarse el nombre por el de Macondo. La idea era de los hoteleros que convencieron al entonces alcalde, Pedro Sánchez, sin muchas consecuencias: de los 7.400 votos necesitados para ser Macondo, Aracataca sólo depositó la mitad. Con ello se mordía la cola una América Latina llena de ciudades imaginarias -El Dorado, El Paititi, La Ciudad de los Césares-, de "maravillas", de "botín y prodigio", como lo llamaran los conquistadores, y de lugar para construir lo que no tiene lugar, la utopía social, donde se cumpliera esa Edad de Oro -un tiempo de abundancia sin necesidad de trabajar- de la que Europa había sido despojada. El propio García Márquez, en Cien años de soledad, retoma esa idea y la convierte en un mito literario. O la regresa a su origen: el cordobés Séneca profetizó el encuentro con América en Medea. Así que América Latina -primero, desde los ojos europeos, y luego, de nuestros propios escritores- siempre ha sido una poética. Si los mitos nos sirven más por lo que preguntan que por la historia con la que responden, ¿cuál es la pregunta detrás de Macondo?

La idea del paraíso perdido traspasa a los latinoamericanos: todo lo bueno ya nos sucedió -imperios indios, gauchos libres, abundancia selvática, equilibrio con la naturaleza, experimentos sociales- y el futuro no es más que una confirmación del declive. Si los relatos de conquista son la nostalgia por la grandeza indígena destruida, los que construyen un lugar de maravillas sienten melancolía por la vida agraria, infantil, libre, que se nos fue. Es una vida donde la palabra oral es la realidad: para no aceptar que Remedios La Bella se había fugado con un hombre, su madre inventó que había volado al cielo, según cuenta el propio García Márquez. Ese juego es lo que nos quedó de las imaginaciones que a Europa le despertó América Latina: la utopía es sólo un ejercicio poético. La utopía es sólo una forma de mirar. En todo el mundo hay mariposas amarillas, pero sólo a un latinoamericano se le ocurre verlas como un prodigio. O a un coronel retirado que espera una carta. Sólo con esos ojos se puede vivir en esta parte del mundo sin volverse loco. Y así que, un domingo de elecciones, el pueblo mohoso, igual de pobre que cuando su máximo escritor vivió ahí, quiso ser el lugar de los prodigios. Pero nadie quiso levantarse para votar.

El héroe escondido. En Latinoamérica, la ley y la justicia casi nunca coinciden. Dentro de la Columna a la Independencia en Ciudad de México hay una estatua de un hombre barbado quien, amarrado de las manos, mira al horizonte. Desconocido y sin letrero que lo identifique, es Guillén (William) de Lombardo (Lampart), un irlandés nacido en Wexford en 1616. Es llevado ante la Inquisición el 26 de octubre de 1642, acusado de proclamarse "rey de México", de querer liberar a indios y esclavos y de falsificar documentación real. Tras conspirar dentro de la cárcel con el astrólogo Melchor Pérez de Soto, "víctima de la imaginación y la melancolía"; José Bruñón de Vertiz, "El Caballero del Milagro", y Pedro Aponte, "inmune al dolor físico", escapa la Navidad de 1650 sólo para pegar una proclama: "No hay petición ni forma de justicia que la arbitraria". Guillén de Lampart es recapturado. Se le prohíbe entonces tener pluma y papel. Escribe con lodo sobre una sábana. Se le tortura. Hace una huelga de no bañarse. Escribe contra la Inquisición y la libertad de expresión. El 19 de noviembre de 1659 es finalmente puesto en una pira para quemarlo, pero él se arroja sobre el collar que le sostiene la cabeza y se ahorca antes de que lo enciendan. La acusación no es política: se le encuentra culpable de tener relaciones con el diablo porque, con los indios, comía peyote y alucinaba que él sería el nuevo gobernante de una Nueva España independiente. Más de dos siglos después, el novelista Vicente Rivapalacio lo convierte en un enamorado incurable y víctima de una conspiración de mujeres despechadas. En la celda le inventa un compañero: El Zorro. Es el mismo apodo que tenía el verdadero independentista de México, el cura Miguel Hidalgo. Casi un siglo después de consumada la independencia mexicana, Johnston McCulley crea a Diego de la Vega, El Zorro, en un pueblo de California. Lo demás lo hacen Douglas Fairbanks y Antonio Banderas.

Pero el héroe latinoamericano requiere del escondite para ser realmente justiciero: tras una máscara, un pasamontañas, una espesa barba, son el espejo de sus enemigos: los omnipresentes caciques, los narcotraficantes, los presidentes demócratas que se reeligen y gobiernan con el ejército. Lo mismo Hugo Chávez que Álvaro Uribe, que Calderón. Los latinoamericanos siempre esperamos que salgan los Zorros para hacer justicia, la hagan con lujo de ingenio y se retiren. La secrecía, la movilidad, el anonimato, son indispensables para que no se les atrape, pero también para que sean admirados. En la lucha libre, el ganador conserva su máscara. La pregunta detrás del mito es muy simple: la ley es de los poderosos, pero debe haber alguien que la enfrente. Alguien que nos rescate, que nos organice, que nos diga qué hacer. Y que, luego, sea tan anónimo como todos nosotros, como una estatua de Lampart sin su nombre.

Todos nosotros. Quizá la idea más radical que Latinoamérica tuvo durante el barroco fue que todo cabía, que nada sobraba en el atrio de una iglesia: dioses, demonios, motivos indígenas, adornos romanos. La volvió a tener en el muralismo mexicano: en una pared convivían pobres, ricos, dictadores, guerrilleros, la muerte, indios y españoles. Y se reencontró con ella cuando, en 1962, los músicos puertorriqueños en Nueva York comenzaron a llamarle "salsa" a un momento de la pieza musical en la que se duplicaba el ritmo. El mundo estaba en riesgo de terminar por los misiles soviéticos en Cuba, y la música que se hacía en el Bronx trataba de hacer un último baile de convivencia: jazz, música cubana, puertorriqueña, dominicana, colombiana, tango y samba. El panameño Rubén Blades ha dicho que la "salsa" no es un estilo ni un género, sino un concepto. Es justo el mito de la diversidad que convive, que improvisa la existencia, que no la planea, sino que le da un cauce para fluir.

Este mito de que todos son "nosotros" encuentra un desenlace en 1991. La orquesta del puertorriqueño Héctor Lavoe es invitada a tocar en una fiesta del narcotraficante colombiano Pablo Escobar. El capo, que sólo en ese año mandó asesinar a 7.000 personas, está, durante tres horas, resolviendo sus negocios de cocaína y no escucha la "salsa" de Lavoe. Lavoe está en el jardín y le han pedido tres veces que cante El cantante, su máximo hit. Lo ha tocado sin chistar. Para cuando Pablo Escobar baja a la fiesta, se ha perdido la actuación de Lavoe, que ya está cenando. Y entonces, Escobar pide El cantante por cuarta vez. Lavoe se niega a interpretarlo de nuevo y, acto seguido, su orquesta es encerrada en el sótano de la casa. Los narcotraficantes les quitan los zapatos a los músicos. Creen que van a morir y Lavoe logra escapar por una ventana. Corre a la carretera más cercana y detiene un taxi. Cuando el taxista mira que no tiene zapatos, duda de que el pasajero tenga dinero para pagarle. "Soy Héctor Lavoe", asegura, asustado, el músico. El taxista duda y le propone: "A ver: cánteme El cantante".

Una habitación colectiva. Estos tres mitos latinoamericanos de prosperidad, justicia y tolerancia no parecen agotarse con la llegada de la democracia militarizada y el libre comercio de los monopolios. Pero, sin duda, se transformarán en una casa que todavía nadie habita. La Europa de Berlusconi y Sarkozy y la América de Chávez y Uribe parecen naufragios. Ambas geografías vamos a necesitar refundar nuestros mitos. No sé cómo. Todo lo que sé es que, al revés de otros tiempos, Latinoamérica ahora es el futuro de Europa.

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