martes, 22 de abril de 2008

El Jíbaro de los espejuelos

Nació en Borinquen ungido con el óleo sagrado de los duendes, nació como se nace en el caribe, sabroseándole las penas al prójimo. Su semblante: más un maestro de escuela que un rumbero de ley. Un quijote ponceño, hijo de la delgadez, compañero inseparable de su miopía, y con la nívea usanza de Yemayá y Ochún. Perito de la extravagancia de una New York oscura y disipada. Caballo de Troya entre Broklyn y Manhattan, una enorme lámpara de neón y lujuria encendiendo al caribe, noche a noche, empapando las camisas con el néctar de la rumba.

Héctor Lavoe: El Cantante de los Cantantes, El Rey de la Puntualidad, El Jibarito, El Tiburón Mayor, La Voz, El Gato Félix de la Fania. Epítetos sobrarían para calificarlo, pero faltaría noche para gozar su sabrosura. Poseedor de la irreverencia que sólo se le concede a los elegidos. Héctor supo decirnos al oído sus infortunios y alegrías que son las del barrio, su canto desarraigado lo hacen un Leviatan del Bembé.


Sólo ha quedado soplando un viento suave, un rumor de sospechosa complicidad entre los broder y Héctor, su canto se apagó pero quedo un mito susurrante en el rebullicio de los botiquines, un escultor del fraseo salvaje, lacerante y callejero. Un espejismo de saoco que los custodios de la rumba diluyeron en su pócima natural. Héctor Lavoe fue el esteta de la vivencia urbana marginal. Su voz es una maldición de los Dioses para que invoque a la estirpe del dolor. Su vida fue una temporada en el infierno de la guataca y los panitas. Pero Héctor es más que un cantante de salsa. Su voz es un poema de la desventura, del afinque y el guapeo, el eco voluptuoso de la candela, el sopor estentóreo de su malicia boricua erosionando las anquilosadas murallas del South Bronx.

En el umbral de la tarima un mimo transgresor e irreverente inocula su talento en el público. Un ritual donde la única impostura posible es la del anime y la escarcha escenográficos. Héctor necesitaba el escenario como el lobo la sangre del cordero. Héctor era un bufón alentado por el andamiaje imaginario hecho de micrófonos cables y tarima. Para Héctor y su voz la salsa era una excusa perfecta para colocarse a un paso del abismo; como el viejo Edipo sólo desea arrancarse los ojos y cantar. Divagar por el límite entre la profanación de lo dionisíaco y la sublimación de lo malandrérico.

Héctor es un diezmo de la infinita bondad de Dios, un elegido de la naturaleza, una licencia para el paroxismo. Un Caco ignívomo y arrebatado musitándole a su gente las miserias y las ricuras de ese reino del hedonismo y la inercia llamado Caribe. Traspaso la barrera de la salsa y se convirtió en un demiurgo malévolo y aguzado, detenido en el tiempo, atorado en el devenir. Estigmatizado por un dolor de venas hinchadas. Vemos a un priamida boricua despertándose en el Bronx, pero una crucifixión lo aparta del Bembé. Nos queda la imagen no de un monstruoso Goliat sino de un heróico David amparado por una honda, la honda irreversible de su propio sufrimiento.

El 29 de Junio del 93 se nos fue la voz. La conjuración de los coquís se entorpeció. Ese día una perfectibilidad de yonky se traslució en una mirada miope y aguzada, y los jibaritos vendieron gallos en Times Square para enterrar al pana Héctor. El canto a Borinquen sonó muy alto ese día, tan alto que el eco de los rascacielos llevo la rumba a Puerto Rico y en la Isla también se formó el Bembé. Pero ya era tarde porque Héctor se había despeñado de su choza de acero: voluptuoso, resquebrajado sobre un elíxir de alucinaciones.

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